El Estado, definido como el monopolio de la compulsión y la coerción o monopolio de la violencia, es la única institución, la única entidad socialmente reconocida, que tiene el poder de imponer sus dictados y órdenes sobre todos los miembros de una sociedad. El gobierno, su falange instrumental, provee el sustrato básico para que sus ejecutores, los gobernantes, elaboren esos dictados que posteriormente se traducen en órdenes concretas que recaen sobre las acciones y la vida de cada persona en particular. Siendo ese sustrato manufacturado por los propios gobernantes, es inmediato deducir que la existencia social del ser humano transcurre bajo la hegemonía de sus gobernantes, bajo el yugo de una dictadura estatal.
Ahora, la existencia del Estado -una institución artificial- no es una resultante natural de la acción humana voluntaria. Los gobiernos se imponen sobre una sociedad que los arropa, los alimenta y los acepta como una criatura encargada de realizar la más desagradable de las tareas: aplicar y amenazar con aplicar violencia para alcanzar la paz. No obstante tal aceptación, la artificialidad del Estado hasta suena como un oxímoron: aplicar la violencia para alcanzar la no violencia. El Estado se presenta como una coartada, una respuesta necesaria ante una supuesta amenaza de violencia de todos contra todos. Yo diría que se trata de una concepción mediocre, paternalista, acerca de la paz, acerca de los pilares de la sociedad humana. Se dice que el Estado es nuestro padre, es bueno, es nuestro creador, nos protege y nos mantiene; él hace e impone las reglas de convivencia en el hogar, mientras amenaza con y, eventualmente, aplica los castigos para mantener a raya el desorden familiar..
Pero la verdad es que el Estado no es el padre de nadie. No es bueno, no protege ni mantiene a nadie más que a sus propios ególatras, a aquellos que siempre buscan y logran apoderarse de tal institución para, desde esa posición, aplicar toda violencia exigiendo a sus súbditos todo aquello que llene sus apetitos hegemónicos y totalitarios. Visto así, el Estado es una descarnada entidad monstruosa de la cual nadie escapa, a la cual todos obedecen y se someten al servicio de los gobernantes de turno. Esto es así por la implacable lógica de la acción humana misma.
Por su propia naturaleza, el ser humano actúa de modo que sus actos lo llevan a especializarse y dividir el trabajo. Toda organización y todo orden social se inunda invariablemente de acciones de toda clase, altamente especializadas, dentro de las cuales se encuentra la especialidad en liderazgo. Toda actividad humana tiene especialistas en liderazgo, con uno o varios líderes que los demás siguen, entorno al cual los demás ordenan sus acciones. Esta especialización en liderazgo es muy evidente dentro de las divisiones de una empresa, pues sus líderes son muy visibles. Lo mismo pasa en la actividad de gobierno del Estado, en donde surgen líderes en violencia, en compulsión y coerción, y sobreviven aquellos más especializados en agresión y violencia.
La lógica de la acción humana nos muestra que la institución de la violencia promueve y genera liderazgos violentos. La ley de la acción humana lleva a concluir que no hay gobernantes buenos pues todo gobierno se ordena entorno a líderes especialistas en violencia, especialistas en aplicar y amenazar con aplicar la violencia. Los que llegan a esos puestos son los más malvados y violentos a pesar que se presentan como bondadosos y pacíficos. Pedir gobernantes buenos es como pedir peras al olmo. Simplemente todo gobernante es malo, porque la concepción y administración de la maldad es su especialidad más refinada.
¿Qué destino queda para una sociedad que pone una criatura malvada al custodio de la paz? ¿No es esto lo mismo que poner un zorro en el gallinero? Mientras con esta institución se busca preservar la paz, la especialidad de los hombres de Estado es precisamente aplastar libertades aplicando su violencia. La libertad, la ausencia de violencia sobre la vida y la propiedad de las personas, es deliberadamente destruida por el accionar de los gobernantes. ¿No es fallida y autocontradictoria la institución del Estado.? La evidencia empírica nos muestra permanentemente la voracidad y maldad del Estado bajo todo régimen de gobierno. Observe cuán violentos, cuán destructores de propiedades y vidas humanas, cuán hegemónicos y totalitarios se comportan los gobernantes bajo la actual situación de confinamiento compulsivo coercitivo en todo el mundo, en donde cada democracia se ha vuelto una dictadura representativa, una confinadura permanente.!
A la larga, los más violentos toman el control del Estado y cuando eso sucede, los hombres de Estado no son garantes de la paz; por el contrario, son destructores de la paz porque desde esa posición aplican toda clase de violencias sobre los demás. No es la naturaleza monopólica de esta clase de liderazgos lo que vuelve efectivamente dañino a los violentos. Pues al final de cuentas, toda sociedad contiene una miríada de monopolios voluntarios atomizados -in extremis- de los que esencialmente consiste todo orden social avanzado formando la base de la prosperidad humana mientras ningún monopolio maligno se afianza atomizadamente. Los violentos del gobierno se vuelven efectivos sólo por la naturaleza institucional que adquiere su especialidad, institución ésta que los cobija, los arropa, los mantiene y empodera. Esa institución es El Estado: El Único Monopolio Maldito.
Ahora, la existencia del Estado -una institución artificial- no es una resultante natural de la acción humana voluntaria. Los gobiernos se imponen sobre una sociedad que los arropa, los alimenta y los acepta como una criatura encargada de realizar la más desagradable de las tareas: aplicar y amenazar con aplicar violencia para alcanzar la paz. No obstante tal aceptación, la artificialidad del Estado hasta suena como un oxímoron: aplicar la violencia para alcanzar la no violencia. El Estado se presenta como una coartada, una respuesta necesaria ante una supuesta amenaza de violencia de todos contra todos. Yo diría que se trata de una concepción mediocre, paternalista, acerca de la paz, acerca de los pilares de la sociedad humana. Se dice que el Estado es nuestro padre, es bueno, es nuestro creador, nos protege y nos mantiene; él hace e impone las reglas de convivencia en el hogar, mientras amenaza con y, eventualmente, aplica los castigos para mantener a raya el desorden familiar..
Pero la verdad es que el Estado no es el padre de nadie. No es bueno, no protege ni mantiene a nadie más que a sus propios ególatras, a aquellos que siempre buscan y logran apoderarse de tal institución para, desde esa posición, aplicar toda violencia exigiendo a sus súbditos todo aquello que llene sus apetitos hegemónicos y totalitarios. Visto así, el Estado es una descarnada entidad monstruosa de la cual nadie escapa, a la cual todos obedecen y se someten al servicio de los gobernantes de turno. Esto es así por la implacable lógica de la acción humana misma.
Por su propia naturaleza, el ser humano actúa de modo que sus actos lo llevan a especializarse y dividir el trabajo. Toda organización y todo orden social se inunda invariablemente de acciones de toda clase, altamente especializadas, dentro de las cuales se encuentra la especialidad en liderazgo. Toda actividad humana tiene especialistas en liderazgo, con uno o varios líderes que los demás siguen, entorno al cual los demás ordenan sus acciones. Esta especialización en liderazgo es muy evidente dentro de las divisiones de una empresa, pues sus líderes son muy visibles. Lo mismo pasa en la actividad de gobierno del Estado, en donde surgen líderes en violencia, en compulsión y coerción, y sobreviven aquellos más especializados en agresión y violencia.
La lógica de la acción humana nos muestra que la institución de la violencia promueve y genera liderazgos violentos. La ley de la acción humana lleva a concluir que no hay gobernantes buenos pues todo gobierno se ordena entorno a líderes especialistas en violencia, especialistas en aplicar y amenazar con aplicar la violencia. Los que llegan a esos puestos son los más malvados y violentos a pesar que se presentan como bondadosos y pacíficos. Pedir gobernantes buenos es como pedir peras al olmo. Simplemente todo gobernante es malo, porque la concepción y administración de la maldad es su especialidad más refinada.
¿Qué destino queda para una sociedad que pone una criatura malvada al custodio de la paz? ¿No es esto lo mismo que poner un zorro en el gallinero? Mientras con esta institución se busca preservar la paz, la especialidad de los hombres de Estado es precisamente aplastar libertades aplicando su violencia. La libertad, la ausencia de violencia sobre la vida y la propiedad de las personas, es deliberadamente destruida por el accionar de los gobernantes. ¿No es fallida y autocontradictoria la institución del Estado.? La evidencia empírica nos muestra permanentemente la voracidad y maldad del Estado bajo todo régimen de gobierno. Observe cuán violentos, cuán destructores de propiedades y vidas humanas, cuán hegemónicos y totalitarios se comportan los gobernantes bajo la actual situación de confinamiento compulsivo coercitivo en todo el mundo, en donde cada democracia se ha vuelto una dictadura representativa, una confinadura permanente.!
A la larga, los más violentos toman el control del Estado y cuando eso sucede, los hombres de Estado no son garantes de la paz; por el contrario, son destructores de la paz porque desde esa posición aplican toda clase de violencias sobre los demás. No es la naturaleza monopólica de esta clase de liderazgos lo que vuelve efectivamente dañino a los violentos. Pues al final de cuentas, toda sociedad contiene una miríada de monopolios voluntarios atomizados -in extremis- de los que esencialmente consiste todo orden social avanzado formando la base de la prosperidad humana mientras ningún monopolio maligno se afianza atomizadamente. Los violentos del gobierno se vuelven efectivos sólo por la naturaleza institucional que adquiere su especialidad, institución ésta que los cobija, los arropa, los mantiene y empodera. Esa institución es El Estado: El Único Monopolio Maldito.
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